Curvas de la carrera de la vida
El pelado llegó al borde de la desesperación desde el momento en que se quedó sin trabajo. Hace un mes, como quedó reflejado en esta misma página, decidió vencer la inercia y salió a la calle a repartir su currículum vítae entre colegas y conocidos. Su carrera de la vida –traducción literal del latín del famoso c.v.– llegó a manos de empresarios, dirigentes destacados de la sociedad civil y asalariados encumbrados que se quejan insistentemente del mínimo no imponible del Impuesto a las Ganancias. En una segunda etapa, viendo que nada pasaba, incurrió en el sacrilegio de visitar contactos políticos y gubernamentales. Esto para un periodista es lo equivalente a que un partero busque trabajo en una funeraria, entiende el pelado, pero su opinión no es compartida por unos cuantos. De todos modos, tampoco en ese terreno tuvo suerte. Decidió, entonces, indagar en el mundo de la autonomía, la actividad microempresarial, la apuesta por la incertidumbre de las utilidades por sobre la certeza del sueldo mínimo a fin de mes o al menos en cómodas cuotas. Pero pronto corroboró que el suyo no era un camino llano hacia la formalidad: deudas con el fisco regaladas por un empleador una década atrás, ausencia de ahorros invertibles, insignificancia de bienes convertibles en capital y un viejo papel doblado en cuatro que reemplaza desde hace dos años y medio al Documento Nacional de Identidad fueron obstáculos que le impidieron cualquier tipo de conformación empresaria formal.
Una mañana, mientras iba reconociendo de a poco su identidad de desocupado, el celular despertó de su extenso letargo e hizo hablar a una mujer con voz grave y acento desconocido. Le dijo que había visto una carpeta con sus datos, arrumbada junto a otras tantas en el fondo de una caja marrón, tapada por una homogénea capa de polvo, en un rincón de un centro de jubilados. La imagen se le configuró claramente, como un holograma en la cocina de su departamento, porque la había visto tantas veces en su último trabajo; sólo que aquellas carpetas pertenecían a otros que entonces estaban en la condición de desempleados. Ahora la mujer había visto su cara en una foto carné, tomada años atrás, cuando todavía conservaba bastante pelo y se afeitaba seguido y usaba camisa. Y ahí vino la propuesta: le comentó que necesitaba a alguien que hiciera de maestro de ceremonias en un baile de un club de abuelos, el sábado a la noche; que cuánto cobraba.
"¿Pero cómo, usted no es periodista?", le increpó, sorprendida, cuando el pelado le dijo que no sabía hacer eso, segura de que había llamado alguien con el perfil y los antecedentes adecuados.
Después de cortar, el pelado volvió una vez más a la computadora y siguió buscando, en clasificados anudados en la maraña de la web, puestos dignos de sus servicios profesionales. Mientras exploraba inútilmente, siguió con la lectura de los correos y de las últimas noticias. Algunas hablaban de la inminente ola de despidos y otras, más bien columnas de opinión, negaban que existiera tal tendencia y aseguraban que el Gobierno tenía un plan y lo iba a aplicar de un momento a otro. Se sintió un imbécil, como algunas semanas atrás, cuando cobraba un sueldo que no le alcanzaba pero el país crecía a un "ritmo exponencial".
Después se fue a cocinar milanesas de berenjenas al horno, que estuvieron a punto cuando su mujer llegó del trabajo. Mientras almorzaban, con Mirtha Legrand mirándolos desde la pantalla del televisor, charlaron sobre el alquiler, los impuestos y las cuentas vencidas, sobre el misterioso llamado telefónico de la mañana y sobre las curvas cerradas que imprevistamente puede deparar la carrera de la vida.
El sábado a la noche su compañera estuvo ahí, respaldándolo desde muy cerca, haciendo constantes gestos de aprobación mientras él, afeitado y con camisa, invitaba a un puñado de abuelos a bailar un paso doble.

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