Autómatas

El pelado aprovechó su día franco para ir al supermercado. Repetir sagradamente el ritual: estacionar en el subsuelo, elegir un carrito que vaya derecho y no salte, subir por el ascensor y emprender el recorrido por las góndolas siguiendo las coordenadas de la listita que prolijamente, aunque con faltas de ortografía, le preparó su mujer. Hacer las compras se ha convertido para nuestro periodista estrella en un angustiante placer. El placer es elegir un buen corte de carne, jugar a calcular exactamente dos kilos de mandarinas, descubrir el queso cremoso más aguado pero más barato o admirar la oferta de inalcanzables vinos y destilados como quien visita una muestra de arte. Lo angustiante es todo lo demás: la densidad de changos con pilotos por metro cuadrado, la celosa seguridad privada que ve en cada cliente un sospechoso de ladrón, la pésima calidad de las frutas, los productos sin precio y los precios propiamente dichos, en especial los de las galletitas de salvado, que duplicaron su valor en los últimos cuatro meses. Antes el pelado iba solo al supermercado los lunes (solo sin acento, sin compañía). Iba, por ejemplo, un lunes a las seis de la tarde y la cosa era bastante ágil: la mayoría eran jubilados, amas de casa, hombres solos como él, de poco a nulo diálogo en la cola de la caja o de la balanza de la verdulería. Pero ahora le cambiaron el franco en el trabajo y este viernes estrenó el nuevo día para el rito. El paisaje era diferente, más parecido al caos de los fines de semana en estas grandes superficies comerciales, como si el fin de semana empezara el viernes a la tardecita. Todo un descubrimiento sobre mercadeo. En cierto momento, mientras indagaba por la palabra “descremado” en los reversos de los yogures, una potente vibración hizo temblar una torre de latas de arvejas. Estruendos y cornetazos que apenas se escuchaban, a lo lejos, minutos antes, ahora sonaban en la puerta, a centímetros de los detectores de chocolatines choreados. Repositores, carniceros y otros jóvenes y veteranos, mujeres y hombres de camisas rojas o de uniformes blancos, salieron de su automatismo y empezaron a hacer palmas. Un denso humo negro se coló por la góndola de las toallitas femeninas y esparció su delicado perfume a caucho quemado entre las narices de señoritas en su ciclo. Un bigotudo malhumorado, de chaleco celeste, se puso a pesar naranjas y tomates tratando de cubrir el vacío repentino que dejó una empleada, pero renunció a la tercera bolsa por no saber diferenciar la rúcula de la achicoria. El pelado empuñó el carrito y se deslizó hasta un punto cercano a la puerta, desde donde tenía una panorámica “periodística” de los acontecimientos. Afuera arengaban, coreaban y tiraban panfletos, la mayoría con pecheras del Sindicato de Empleados de Comercio. Adentro, los cajeros y cajeras seguían con sus movimientos mecánicos, pero apenas disimulaban el regocijo por semejante quilombo. Otros camisas rojas se juntaron y comenzaron a entonar la infaltable melodía de Todavía Cantamos, pero no con la letra de las marchas de los derechos humanos: “Somos de la gloriosa juventud argentina...”. Era algo mucho más simple: “Vamo, vamo seisciento; vamo, vamo seisciento; vamo, vamo seisciento; vamo, vamo seiscientooooo...”. Y así estuvieron por unos 15 minutos o menos, aplaudiendo y cantando, bajo la atenta mirada de los camperas negras, escudo en el hombro, handy y cachiporra. Después volvieron a lo que parecía automatismo. Nuestro periodista se quedó impactado, sorprendido por semejante demostración de valentía y dignidad. Esto es lo que entiende él, que puede informar varias veces por día sobre quilombos gremiales de estatales, docentes, judiciales, empleados de comercio; escribiendo mansamente, como un autómata, en redacciones mal pagas y adormecidas.
Y entonces hizo la cola, pagó y se fue, con el carrito cada vez más vacío, pero que se deslizaba lindo.


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