Dos años
y un espejo

En mayo de 2006, un periodista medio pelado y medio miope pedía permiso para comunicar en el primer número de Telaraña, una revista que se quería encasillar como de “periodismo narrativo”. Durante estos dos años ha utilizado esta página cada mes –a excepción de los eneros y febreros– para decir lo que piensa sobre políticos mentirosos, trabajadores explotados, leyes proimperialistas, automovilistas imprudentes o viejos y resurgidos torturadores. Nunca quiso develar su nombre; sólo ha dejado que se conozcan sus dos características físicas más notorias y algunas veces ha dejado intervenir a su tía para que no lo acusaran de ejercer el monopolio de la opinión.

Hace dos años pedía permiso para comunicar, ya sea lanzando al aire un globo con cartas, arrojando una botella al mar o sacando una revista. Claro está, eligió la última opción.

Esta mañana, el pelado ha confesado a sus íntimos que esta tarea lo llegó a saturar en varias oportunidades, que en unas cuantas el proyecto agonizó y que en más de una pensó en dejarlo morir. Pero también ha dicho que, aún cuando él estaba dispuesto a darle el tiro de gracia, otros siempre supieron sanar heridas mortales con curitas.

También han llegado gratificaciones, como que algunos medios entrevistaran a sus compañeros –él nunca quiere aparecer– y tuvieran sus cinco minutos de fama, que alguien les dijera que se emocionó con una nota; que los citara Tirso; que se escuchara por ahí: “Lo mejor que tiene la revista es lo del chat”, “están bien usados los blancos” o “por fin en algún lado le pegan a Puchulu”.

Gratificaciones económicas, hasta ahora, no hubo. Por eso el pelado se lamenta, aunque no deja de agradecer a los que “pautaron” pudiendo haberse negado. Y no se arrepiente de la publicidad oficial, porque hasta ahora no devino en apriete. “A lo mejor no se enteran de lo que publican, porque ni los leen”, dijo la tía, y es muy probable que tenga razón.

El espejo retrovisor le devuelve imágenes bien nítidas: ve a los gays contando su pelea por la identidad, a los emigrantes extrañando las barrancas entrerrianas, a los que buscan hermanos que la dictadura les robó, a los artistas que describen su arte o lo exponen en las contratapas, a viejas curanderas, a los que luchan contra la obesidad, a los fumigados por el glifosato, a mujeres y hombres que ponen el cuerpo para alcanzar la subsistencia. Contar esas historias era la idea, hacer que la noticia no se agotara en la novedad, que lo mínimo y particular se ubicara junto a lo mayoritario y general, que el desconocido valiera más que el conocido, que lo importante relegara a lo urgente, que la agenda no la escribieran los mismos de siempre.

Hace dos años, en mayo de 2006, este personaje hecho de bytes, papel y tinta pedía permiso para comunicar en nombre de personas de carne y hueso, las que escriben, las que colaboran –“no te olvides de agradecerles”, acota el pelado– y las que abren las puertas de sus casas para ofrendar, generosas, sus historias de vida. Ahora, aprovechando la posibilidad de reflexionar que le da el aniversario, sólo quiere decir que espera que los que le otorgaron el permiso consideren que fue bien utilizado y se lo renueven; al menos hasta el próximo balance.

—¿Te parece bien, pelado, o querés agregar algo más?

—Está bien, pero podrías cerrar con alguna frase ingeniosa, como esas que a veces se me ocurren.

—…

—Bueno, podrías poner también que por el espejo retrovisor veo hilos que fueron creciendo, entrelazándose y enredándose. Serían algo así como hilos de lo cotidiano, hilos de historias tal vez sin importancia, pero que todas juntas van tejiendo una telaraña grande, pegajosa y resistente.

—…

—Sí, una telaraña. O como se le ocurrió a Pepe, una TLÑ, que es lo mismo que Telaraña pero abreviado. Nada más que porque queda lindo. Digo, porque a Julio no le había quedado claro.